Por Martín Hernández Berrocal
Si uno ve en perspectiva lo acontecido en el ámbito político desde el año 2000, nos daremos cuenta de que hemos tenido 10 presidentes de la República, y que 7 de ellos cuentan con un proceso abierto y/o están en prisión. Salvo García (quien terminó con su propia vida), Sagasti y Boluarte (aún en el mando), todos nuestros últimos ex jefes de Estado han terminado siendo parte de un mal endémico que cada vez, y de manera invisible, va azotando nuestro país: la corrupción.
La Real Academia de la Lengua Española (RAE) define la corrupción, en su segundo acápite, como “el deterioro de valores, usos o costumbres”. (ver aquí). Es ahí donde dos preguntas vienen a mi mente: ¿Tenemos dentro de nuestro ADN un tema con la corrupción? ¿Somos propensos a hacer, sin siquiera darnos cuenta, pequeños actos que generen este conflicto?
Algunas personas dicen que la corrupción es un mal exclusivo de la clase política. Otros indican que es parte de nuestro día a día, y que tenemos que convivir con ella. Y razones no les faltan a ambos puntos de vista.
Diariamente somos testigos e incluso participamos, inconscientemente, en actos de corrupción. Desde el darle al policía “para su gaseosa”, con tal de evitarnos una multa, hasta utilizar contactos familiares o amicales para “agilizar trámites”. El “normalizar” estos actos no solo genera desorden en nuestra sociedad, sino que lo hace ver como algo menor, donde la frase “una vez al año no hace daño”, se vuelve un mecanismo de justificación. Y es justamente esta normalización lo que hace que la gente apañe los actos, se calle ante un caso similar y no sean capaces de levantar la voz, denunciar lo que sucede y, con ello, generar un cambio en la sociedad.
Una frase que suelo acompañar cualquier conversación es que “la educación es el primer paso para combatir la corrupción”. Pero, de qué manera podríamos educar a nuestros jóvenes ciudadanos si, para comenzar no tenemos cursos de ética cívica, si nuestra infraestructura de enseñanza es paupérrima y nuestro personal docente, en muchos casos, deja mucho que desear.
La educación comienza en casa, es cierto, pero también es un proceso de aprendizaje mediante la repetición de un comportamiento determinado. Como ejemplo, me gustaría que cada persona que leyera este artículo haga clic en este video (ver aquí).
No podemos exigir un cambio, si nosotros mismos no somos capaces de reconocer que, de alguna u otra manera, también somos parte del problema y hemos alimentado esta bola de nieve.
Si queremos cambiar la manera cómo funciona el país, si queremos tener autoridades moralmente idóneas para que realmente nos representen, es momento de empezar a cambiar nuestra forma de actuar. La corrupción afecta a todos.
Demos el ejemplo y eduquemos a las futuras generaciones. Ellos nos lo agradecerán.
Imagen tomada de https://www.ipe.org.pe/portal/el-costo-economico-de-la-corrupcion/