Por Ricardo Gálvez del Bosque
Reconociendo el nefasto legado que nos dejó la dictadura fujimorista, un grupo de personas se autodenominó antifujimorista. Motivos no faltaron: dieron un golpe de Estado, destruyeron instituciones, cometieron sistemáticas violaciones de derechos humanos, corrompieron a diestra y siniestra, compraron medios de comunicación, utilizaron el aparato estatal para amedrentar a quien se les opusiera, y cometieron múltiples ilegalidades.
Como si no fuera suficiente, su líder huyó al Japón, renunció por fax y postuló al senado japonés. Vergüenza, dolor, indignidad, destrucción. Ese fue el legado que muchos le reconocieron al movimiento que fundó Alberto Fujimori y heredó su hija Keiko.
El comportamiento de la principal heredera del fujimorismo y sus principales líderes, en épocas de democracia, hizo que muchos continuaran con su sentimiento de absoluto rechazo hacia ellos, captando a nuevas generaciones que observaban la actuación consistente de dicho grupo.
De esa forma, el antifujimorismo se convirtió en una fuerza política civil importante, y la contundencia de sus adhesiones inclinó la balanza para que cualquier candidato que se enfrentara a ellos se hiciera con la Presidencia de la República. La consigna parecía ser principista, un tema de dignidad, un rechazo a la reincidencia y a todos los delitos e ilicitudes cometidas por el fujimorismo.
Sin embargo, en estos últimos años, los límites parecen haberse cruzado. Muchos líderes y colectivos que se autocalificaban como antifujimoristas, demostraron que su rechazo no era ante los atropellos de dicho grupo, sino más bien solo hacia el nombre y/o apellido de sus líderes.
Cuando el gobierno de Pedro Castillo, último candidato que derrotó al fujimorismo, empezó a demostrar – con pruebas contundentes – actos de corrupción miserables, muchos antis comenzaron a justificarlos emulando a Martha Chávez.
Ante medidas autoritarias (como el despedir procuradores incómodos al régimen), presiones sobre la prensa (que podrá caer mal o ser despreciable para algunos, pero que no se pueden justificar), corrupción familiar, copamiento y compra de FF.AA., lobbismo, presiones sobre la SUNAT, copamiento del Estado, muchos antis siguieron refugiándose en la excusa de la narrativa romántica de por fin tener a un hombre del mundo rural en la Presidencia.
Así, hechos que despreciaban del fujimorismo, se volvieron aceptables si llevaban un sombrero chotano y la expresión de victimización del ex golpista. No era un tema de dignidad, no era un tema de principios. Se empezó a demostrar que – para muchos – solo era un tema de ideologías, y en algunos casos patéticos, de apellidos. Algunos, como Claudia Cisneros, llegaron a un nivel de fanatismo tal que llegaron a pedir a por escrito que Pedro Castillo instaure una dictadura como la de Alberto Fujimori. Y hoy quedan algunos que desconocen lo que todo el país vio en vivo y en directo: el golpismo del 7 de diciembre. Negacionistas como buenos terraplanistas.
El mea culpa que se le pide a ciertos sectores de la prensa que se han comportado pésimo quizás habría que solicitarlo a aquellos que decidieron tapar el sol con un dedo y que traicionaron los valores por los cuales muchos se adhirieron a sus movimientos y causas.
Por otro lado, ser anti puede ser una postura válida, pero sería bueno que sea momentánea, coyuntural. Habría que empezar a preguntarse, a qué actitudes y antivalores se oponen. Y lo que es más importante aún, qué principios y valores apoyan, qué objetivos buscan que el país alcance, qué camino es el que consideran es el correcto, que propuesta de país tienen.
Mientras eso no suceda, seguirán avanzando sin rumbo, apoyando a terceros ciegamente. A algunos les queda claro qué es lo que no quieren. Pero, ¿qué sí desean? ¿Qué sí apoyan? Sería bueno que busquen recuperar la brújula, si es que alguna vez la tuvieron. Y que su mensaje principal se vuelva positivo.
Foto: Agencia EFE. Tomada de https://www.elpais.com.co/mundo/las-teorias-detras-de-la-caida-del-fujimorismo-en-peru.html